Cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
AUGUSTO MONTERROSO Érase una vez un niño llamado Pablo al que le apasionaban los dinosaurios. Su habitación estaba repleta de peluches de dinosaurios, carteles de dinosaurios, pegatinas de dinosaurios. Su edredón como su pijama también era de dinosaurios. Un día, Pablo decidió dar un paseo en bici por el parque natural que había en su pueblo; la mañana era soleada, corría una brisa fresquita que calmaba el calor que se presentaba. Llegó a un prado cargado de hierba que estaba mojada porque la noche antes había lloviznado. Era primavera y había muchas flores, en el prado sólo se veía un árbol rodeado de matojos y había mucha hierba allí donde la entrada se hacía casi imposible. Pablo, interesado en subir al árbol, atravesó los matojos para buscar el tronco por el que trepar. Subió, cuando de repente se encontró en una rama un nido con huevos que eran grandes y blancos, esto llamó la atención del niño que decidió coger uno ya que en su casa no tenían mascotas, pensó en un lindo pollito tras la cáscara e ideó cómo convencer a su madre. Se apropió pues del huevo guardándolo con cuidado en su mochila, se montó en la bici y se dirigió contento a su casa. Nada más llegar le enseñó a su madre el huevo y le preguntó sobre la posibilidad de quedárselo como mascota, ¡qué bien tener un pajarillo de compañero!. Su madre le permitió quedárselo no sin antes obligarlo a buscar una caja pues tenía que empollar. Para el calor buscó una luz roja que depositó dulcemente cerca del huevo. Pasada una semana, éste ya más grande, empezó a romperse y Pablo estaba eufórico. Pensó en llamarle Currito. Al poco, el huevo se rompió totalmente y salió el feto. Pablo y su familia se asombraron al comprobar estupefactos que lo que salía de la cáscara no era un simple pajarillo sino un ¡DINOSAURIO!. La madre rápidamente se negó a alojar tamaño animal en su casa porque se dio cuenta de que cuando creciera sería más grande que la misma casa donde vivían. Pablo, muy triste se dirigió a su cuarto con el animal, llorando a mares. Ambos se durmieron al instante. A la mañana siguiente, cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Pablo se alegró mucho de que no se hubiera ido, lo tomó entre sus brazos y lo llevó entusiasmado a la cama de sus padres todavía dormidos, los despertó y les pregunto sobre la posibilidad de quedárselo, era tan lindo y tierno, siempre podrían llevarlo a un zoo cuando se hiciera grande… En fin, la madre y el padre de Pablo aceptaron su propuesta y el pequeño fue la personita más feliz del mundo. Ahora se iría pegando saltos a la cocina, había que dar de comer a Currito. FIN
0 Comentarios
Deja una respuesta. |
TablónEstaremos encantados de que incluyáis vuestros comentarios Archivo
Noviembre 2011
Categorías |